Hoy, al reunirnos para despedir a doña Nieves Ibarra de Barrenechea, nuestra querida Sra. Ñipi, siento que es un momento para recordar, no solo a la gran madre que fue, sino también a una época dorada de nuestra infancia en el barrio de Agocalle de Chiquián, ese rincón que nosotros, los niños, solíamos llamarla de Venecia, por las corrientes de agua que surcaban por la estrecha calle en los inolvidables inviernos. Doña Ñipi, junto a don Arturo, no solo fueron padres amorosos de una familia que se dedicaba con esmero a la ganadería en su recordado Coris, sino también que en parte fueron guardianes de nuestra niñez. Recuerdo como si fuera ayer, esa gran puerta que siempre estaba abierta para nosotros, los niños del barrio. Al cruzarla, nos recibía el acogedor patio, y si de tanto en tanto ingresábamos a jugar en la gran sala, un espacio que para nosotros parecía tan amplio como nuestros sueños. Pero más allá de los juegos y alegría que nos prodigaba, lo que hoy me llena de nost
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