A LOS QUE ESPERAN DE PIE
Hoy sábado, 12 de abril, día de fuerte sol que muestra la extensión de un verano caliente como pocos, decidí salir como a las 9:45h, leí en internet que el horario de atención era de 9:15 a 13 horas, asumí que había tiempo suficiente para cubrir la tarea nueva pendiente. No iba como observador ni como acompañante. Iba como un protagonista más.
Me tocaba cobrar mi liquidación por el trabajo, portaba un cheque. Me tocó vivir lo que muchos viven cada mes. Cuando llegué al Banco de la Nación, no
exagero si digo que había unas trescientas personas en la fila. La mayoría
eran hombres y mujeres mayores. Rostros surcados por el tiempo que contaban
historias que nadie les pregunta. Cuerpos vencidos por los años, sostenidos apenas
por bastones, por la pared o por la fe de que esta vez sí les tocaría más
rápido.
Algunos
apenas se movían, arrastrando los pies. Otros se quejaban del dolor.
Pero allí estaban. De pie. Firmes. Esperando. Como si la vida entera les
hubiese enseñado que, para sobrevivir, había que resistir. Dos, tres horas de
espera bajo el sol. Sin baños cercanos, sin asientos dignos, sin
consideración alguna.
Miré a mi
alrededor y sentí un golpe seco en el alma. Pensé: ¿acaso no hay sensibilidad
para con el adulto mayor? ¿No somos capaces de ver el esfuerzo que implica para
ellos cada paso, cada trámite? ¿No ha avanzado la tecnología lo suficiente como
para evitarles esta escena casi humillante?
Allí
estaban ellos, esperando por lo justo. Por una pensión que apenas alcanza, pero
que tienen que cobrar en persona, como si aún fuera 1970. Como si el mundo
digital no hubiera llegado. Como si no importara que muchos apenas puedan
sostenerse en pie.
A mí me
entregaron un cheque que tenía que cobrar en ese banco. Era uno más entre
tantos. Y mientras esperaba en la fila, miraba los demás hombres y mujeres
mayores que yo, entonces me embargó una
mezcla de dolor y rabia. No por el monto, sino por la escena que tenía delante.
Porque detrás de cada rostro había una historia de trabajo, de lucha, de
aportes silenciosos a este país. Y sin embargo, ahí estaban, como si el olvido
fuera la única recompensa.
Este
sábado, el banco cerraba a la una de la tarde. Yo llegué a las diez. En teoría,
había tiempo. En la práctica, no tenía certeza. Porque aquí, incluso cobrar lo
que te corresponde, se ha vuelto un acto de paciencia, resistencia y
resignación.
Y
entonces me pregunté: ¿cuáles serían las soluciones?
Pero antes de buscar respuestas, debía seguir observando. Debía vivir el
calvario para entenderlo. Y eso fue lo que hice. Saqué mi cuadernito y escribía mirando cada gesto, cada dolor, cada sonido de resignación.
Lo que vi este sábado no fue solo una larga fila. Fue el reflejo de una sociedad que se ha acostumbrado a mirar al anciano como una carga, como un trámite más. Una sociedad que, aunque envejece cada día, aún no aprende a cuidar a quienes la sostuvieron durante décadas.
Todos, si
la vida lo permite, llegaremos a ser viejos. Nadie escapa del paso del tiempo.
Y todos, de un modo u otro, aspiramos a una jubilación: esa etapa en la que,
después de trabajar por años, uno debería descansar con dignidad, no mendigar
atención.
Pero la
realidad es otra. Se les relega. Se les margina. Se les trata como si ya no
tuvieran nada que ofrecer, como si fueran un estorbo para el sistema. Eso no es
solo injusto. Es inhumano. Porque incluso en el ocaso, una persona puede seguir
iluminando con su experiencia, con su consejo, con su presencia.
¿Acaso no
hemos visto a jubilados enseñando a sus nietos, compartiendo sus saberes,
participando en actividades comunitarias, escribiendo, investigando, creando?
El retiro laboral no significa retiro del mundo. No significa inutilidad.
En otros
países, el cuidado al adulto mayor es una política de Estado. Hay bancos que
ofrecen atención domiciliaria, sistemas de pago automatizados, líneas
preferenciales verdaderamente ágiles, personal capacitado para tratar con
respeto y empatía. ¿Por qué aquí no podemos hacer lo mismo?
La
tecnología ya existe. Las transferencias electrónicas, los pagos por celular,
los sistemas biométricos. Todo está a la mano. Pero falta lo esencial: la
voluntad. El interés. El respeto. Mientras no haya eso, la modernidad será solo
un discurso, y el trato al jubilado seguirá siendo una deuda pendiente.
Y aquí
viene la paradoja: todos los que ahora ignoran o desprecian, también
envejecerán. También necesitarán ayuda, paciencia, comprensión. ¿No sería mejor
construir hoy un país que abrace con dignidad a sus viejos, en lugar de
condenarlos al olvido?
Porque si
seguimos actuando como si el anciano no importara, estamos firmando nuestra
propia sentencia de abandono futuro.
Las horas que pasé en esa fila no solo me dolieron en la espalda. Me dolieron en el alma. Porque allí entendí, con más claridad que nunca, que no basta con hablar de respeto al adulto mayor: hay que demostrarlo, practicarlo, exigirlo. No es un favor. Es un derecho.
Primera
enseñanza: todos vamos a envejecer, y más vale empezar a preparar un
país donde envejecer no sea sinónimo de sufrimiento, sino de tranquilidad.
Donde la jubilación no sea el inicio del olvido, sino el comienzo de un
reconocimiento sincero por lo vivido, lo dado, lo aportado.
Segunda
enseñanza: la capacidad física del adulto mayor disminuye, sí, pero no
su valor como ser humano. Esa verdad debe ser el punto de partida para un trato
distinto, más humano, más justo. No es caridad: es justicia. Lo que necesitan
no es lástima, sino condiciones dignas, atención preferente, acompañamiento
real.
Tercera
enseñanza: quien no se pone en el lugar del otro, nunca entenderá su dolor.
Las decisiones de política pública deben hacerse desde la empatía, desde la
experiencia vivida, no desde escritorios fríos. Si quienes diseñan los sistemas
pasaran solo una mañana en esa fila, algo cambiaría.
Y por
eso, hoy, desde este espacio (Zaguán de Oro Puquio), quiero decir fuerte, con todas mis
fuerzas:
A ti,
anciano del Perú, mujer valiente, hombre trabajador, que entregaste tus mejores
años por este país: te abrazo, te reconozco y te agradezco. Tú no eres
invisible, no eres desechable. Eres la raíz de nuestra historia, el cimiento de
lo que hoy somos.
Algún día
habrá una autoridad nacional que verdaderamente vele por ti, por todos ustedes.
Algún día, tu espera no será de horas bajo el sol o la lluvia, sino de segundos
desde tu hogar, con respeto, como debe ser. Y si no lo ves tú, que al menos lo
veamos nosotros. Y que luchemos por ti, por nosotros, por todos los que
vendrán.
¡Porque un
país que olvida a sus viejos no solo pierde su memoria. Pierde su alma!
RAICES QUE NO SE RINDEN
Allí
están.
Con el alma erguida
aunque la espalda ceda.
Con los ojos abiertos
aunque la vista tiemble.
Con la esperanza intacta
aunque el sol castigue
y la cola no avance.
Allí están.
Como raíces que no se arrancan,
como faros que aún alumbran
en la niebla del desdén.
Dicen que ya no producen.
Que ya no cuentan.
Que su tiempo fue.
Pero nadie recuerda
que sin ellos no habría país,
ni escuela, ni pan,
ni techo, ni historia.
Ellos lo dieron todo.
Y ahora… esperan.
Parados.
Silenciosos.
Dignos.
No esperan milagros,
solo un gesto,
una silla,
una mano,
un país que no los olvide.
Y por eso hoy les canto.
No con guitarra,
sino con palabra.
No con aplauso,
sino con abrazo.
Porque cuando un anciano espera de pie,
toda la patria debería
ponerse de rodillas
ante su historia.
La Pluma
del Viento
Lima, 12
de abril de 2025
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