RACSO UN AMIGO CON DELICADEZA ESPECIAL

En los innumerables pasajes que te da la vida,  las historias más atractivas no son de aquellos que son el común de la gente, allí le damos la razón a Unamuno, el decía que prefería la singularidad y no la similitud, o como nos dicen no me cuentes de tu vida, mejor de la cicatriz que llevas en tu rostro.

En el trabajo solíamos ver los fierros del taller, o los delicados medidores de corriente y voltaje, ellos diferenciaban la especialidad, así en el taller de mantenimiento, unos eran los mecánicos y los otros los electrónicos. Sin embargo, esa delicadeza no necesariamente correspondía con la personalidad del que trabajaba, algún electrónico podría ser rudo, tosco, y el mecánico tranquilo y sosegado. Eso lo verán en esta historia.

La institución se estaba iniciando, y había un creciente acopio de jóvenes profesionales y técnicos quienes habían ingresado a trabajar en calidad de permanentes  luego de un año de estudios con plena dedicación, y selección de los primeros. Conforme avanzaba el tiempo se conocían cada vez más. Atrás quedó el estudio, ahora compartían el trabajo, unos asumían cargos, o alguien debía ser seleccionado para subir al nivel de carrera siguiente. Entonces, iban mostrando su carácter y personalidad, el modo cómo enfrentaban la diversidad, o la competición  por un mejor puesto, algunos lo hacían por sendas no amigables y hasta sin vergüenza.

Hay una regla talvez no estudiada, o si la hay prevalece el "gen egoísta" (de R. Dawking). Los años de vida, nos han demostrado una generalidad: el deporte suele pulir esa confrontación entre colegas por cargos internos, o comportamientos poco amigables. Los que no hacen deporte suelen ser menos altruistas, menos confiables, más egoístas que aquellos con quienes frecuentas, fútbol, campeonatos, equipos representativos de tu institución, o dirección, u oficina. Pues de tanto en tanto terminas el juego en reuniones improvisadas con brindis, el conocido "full vaso", allí se liman asperezas y se sinceran determinados supuestos o se aclaran malos entendidos y  finalmente se refuerzan perspectivas de trabajar en equipo. En la práctica realizan informalmente algunas de las actividades que Nonaka propone en su SECI (Socialización, Externalización, Compartimento, Internalización)  como gestión del conocimiento, y la institución a que nos referimos es un foco de conocimiento nuclear.

Así nuestro protagonista era de estos últimos que no participaban en ningún evento deportivo, estaba inmerso en su intereses individuales, claro estaba en su taller, sonreía y saludaba, hasta ahí todo parecía normal, dado que no lo conocíamos en otras situaciones, finalmente era un ingeniero y nada menos que de la más prestigiosa en ingeniería en el país.

La soda roja

El tango, el  fútbol, la carne, y la ciencia nuclear, radicaban en el país hermano de Argentina. Allí, los jóvenes profesionales o técnicos deberían continuar su formación específica, integrándose a los grupos de trabajo similares a donde estaban asignados trabajarían en el futuro centro nuclear de investigaciones del Perú (CNIP): operación, mantenimiento, cálculo o seguridad nuclear.  Luego de ese periodo de capacitación volverían al Perú, para su trabajo en el nuevo centro nuclear del país. La inauguración ocurrió recién en 1988. 

Suelo reconocer que las veces que he ido a Argentina, siempre la hallé en condiciones económicas malas, y los dólares que llevábamos nos eran muy favorables. Eso ocurrió en la década del 80, cuando fui por primera vez, la situación de Argentina, en lo económico estaba muy mala, y barata para el salario mensual de mil dólares que nos otorgaban como soporte. Los jóvenes profesionales y técnicos del Perú, pagados con esa cantidad, tenían mucho a su favor, les cancelaban el equivalente de dólares en moneda argentina, los pesos, y por tanto, cambiaban a dólares una cantidad, para ahorrar, otra para pagar su estancia, y también disponían dinero para divertirse.  El monto que se le entregaba, suponía que sería suficiente para su mantención, sin embargo la crisis económica, llevaba a que fuera muy barato casi todo, por ejemplo un departamento amoblado en el décimo piso en el barrio de Belgrano, salía como 100 dólares por cabeza, entres tres se pagaban el equivalente a 300 dólares mensuales. 

En ese entorno los jóvenes nucleares vivieron muchas experiencias, los más recatados y ahorradores trajeron buenos ahorros, otros se dedicaron a visitar lugares de Argentina, y también le dedicaron mucho tiempo a la cultura, como teatro, conciertos, futbol, y mucha comida. Claro la generalidad adquirieron casacas de cuero, de diversos tipos y colores, incluso hubo uno que se trajo un abrigo de cuero, allá era muy bello, pero en Lima nunca lo usó, y tuvo que regalarlo al abuelo que vivía en la sierra. 

Aquel primer sábado que ocurrió nuestro encuentro, luego de llegar de Lima, salimos en grupo a almorzar a un límpido restaurante de la avenida Cabildo, no era de los mas reconocidos del centro de Buenos Aires, pero sí mantenía la pulcritud: mesas con manteles, de fondo blanco, y cubierto en rombo por uno granate, los cubiertos puestos en el lugar adecuado, las servilletas bien dobladas, con las copas de cristal para agua y vino, era el típico orden de los restaurantes bonaerenses. Además, en el centro de la mesa, llevaba un pequeño florero, con colores potentes y llamativos, al costado tenía una botella mediana, de soda (agua gasificada que funcionaba con presión). 

El mozo pasó cerca, uno de los amigos que tenía mas tiempo en la ciudad pidió vino para esperar el pedido que acabábamos de hacer. Nuestro amigo Racso, recién llegado probó el vino que nos había servido el amable mozo a los cuatro, al probar, se le notó que el vino seco, no le gustó mucho, por lo que optó por echarle soda a la copa de vino, pensábamos que sabía como era el procedimiento. "yo lo hago", dijo Navi, el colega que sabía de estos menesteres y había llegado meses previos; sin embargo, Racso, respondió, muy orondo, con aire de suficiencia,  "no es necesario, yo también puedo hacerlo",  pusimos el ojo en lo que estaba haciendo, tomó la botella de soda, y aplastó el botón, no con la calma adecuada, sino con la brusquedad de un llantero por lo que la presión fue tanta que el agua salió con una gran fuerza golpeando el vino de la copa, convirtiéndola en una explosión de gotas de vino que inundó la bella mesa, los que rodeábamos la mesa saltamos, tumbando las copas que cayeron al piso. El ruido fue tanto que todos los clientes se dieron vuelta para mirarnos, por lo que, no tuvimos otra cosa que aceptar la vergüenza y retiramos, casi humillados. 

El ají en gotas

En Buenos Aires, como en todo el resto de Argentina, la carne es la reina indiscutible de la gastronomía. Los famosos bifes son, sin duda, el plato de exportación, y no hay mejor manera de disfrutar de un buen fin de semana que saliendo a uno de los numerosos restaurantes de la gran capital. Así, casi cada fin de mes, después de nuestras reuniones rutinarias los lunes en la delegación de Perú, solíamos terminar a eso de las siete de la noche, con la inevitable decisión de ir a comer algo. Aquella vez, algunos de nosotros decidimos visitar un restaurante nuevo. Era la primera vez que íbamos, y entre los que se unieron estaba Racso, quien, como todos, pidió el clásico bife angosto, en modo tres cuartos (o sea que no fuera muy cocido). La carne debía ser de un grosor perfecto, una pulgada. Después de la espera planificada llegó lo que se solicitó,  acompañado de papas fritas y chimichurri, como de costumbre.

Hasta ahí todo parecía ir según lo esperado. Saboreábamos con deleite el toque característico de la carne argentina. De pronto, Racso con el gesto ligeramente pensativo, pareció sentir que algo le faltaba. Entonces, levantó la mano, con la tranquilidad que caracteriza a los que no temen hacer peticiones, llamó al camarero. El mozo, muy amable, se acercó y Racso le pidió, "¿Me puede traer ají, por favor?" El mesero, algo desconcertado, se fue y regresó poco después con una pequeña botella delgada, dentro de la cual se veían pequeños ajíes sumergidos. En la tapa de la botellita había un agujerito por donde saldrían gotas de aceite picante.

Pero Racso no pareció quedar satisfecho. Quizás pensó, "¿En gotas?", al ver los ajíes suspendidos dentro del recipiente. Decidido a corregir lo que él consideraba una manera poco apropiada de tener los ajíes, tomó la botellita y, con la esquina de su tenedor, levantó la tapa con una fuerza que pareció desmesurada para tan pequeño objeto. El resultado fue un desastre inmediato: el aceite, en lugar de salir lentamente por el agujero, se derramó a raudales sobre su plato, empapando todo de una salsa picante que hizo la carne totalmente incomible. El mozo, visiblemente apresurado, llegó corriendo y le explicó que ese ají no estaba diseñado para extraerse y menos de esa manera. También, añadió,  con voz casi cortante, "sueltos,  aparte en el restaurante no existe".

La escena no pudo ser más bochornosa. La discusión entre Racso y el mozo se volvió bastante fuerte, y no tardaron en voltearse todos los comensales del restaurante, censurando, o al menos observando con extrañeza, cómo nos comportábamos, o mejor dicho, cómo se comportaba nuestro amigo Racso, el "especial". Terminamos nuestra comida en silencio, mientras nos traían otro plato para él. Los camareros, a pesar de todo, fueron amables, pero la atmósfera quedó cargada de incomodidad. Durante el resto de la estancia, casi no hablamos entre nosotros, cada uno más inmerso en su propio silencio que en las conversaciones habituales

El futbol sin ver el arco

Cuando el fútbol va en tus venas, Argentina se convierte en el destino soñado de muchos. En los inicios de los años 80, Maradona aún jugaba en el país, y ese sería su último año en Argentina. En Perú, todavía se vivía el recuerdo del gran equipo de 1978, aunque con una nueva generación que se renovaba con cracks como Uribe y Barbadillo.

Durante nuestra estadía en Buenos Aires, no había domingo que no estuviéramos en algún clásico del fútbol, viéndolo desde las gradas del estadio. De todos esos partidos, el que más recuerdo es aquel de la final de campeonato de 1981 entre Racing y Boca Juniors. En Racing, el gran destacado era el uruguayo Juan Ramón Carrasco, y en Boca, como siempre, el astro Maradona, pero acompañado del sin igual Brindisi. Aquella tarde, mi costumbre era llegar a las 11 de la mañana para no perderme ni un minuto de la acción de los primeros partidos, de las divisiones inferiores, donde me deleitaba viendo a los futuros cracks.

Ese día, mi amigo de departamento, al enterarse de lo importante del encuentro, me insistió durante toda la semana en acompañarme. Nunca había ido a un partido de fútbol, así que le dije que sí. Sabía que, antes de regresar al Perú, quería vivir la experiencia de ver un partido grande. Además, él ya había oído hablar de las historias de fútbol en mi trabajo, en el centro atómico de Constituyentes, donde el personal de limpieza del reactor RA2, un hombre de unos 60 años, era un fanático ferviente de Boca Juniors. Hablábamos con él cada lunes sobre los partidos del fin de semana. Siempre destacaba que había visto jugar al gran peruano Meléndez, "El Negro 2", y lo consideraba el mejor back centro que había conocido. Tal era su admiración por el peruano que, sabiendo que yo era de Perú, me regaló un hermoso libro conmemorativo de las bodas de oro de Boca Juniors, donde figuraba Meléndez.

Mi amigo quedó prendado del libro y, por ello, no dudó en querer asistir a este gran encuentro, que definiría si Boca sería campeón.

Aunque no era un aficionado al fútbol, acepté que fuera conmigo. Teníamos las entradas, que había comprado días antes, pero él decidió salir del departamento a las 14:00 h, una hora tarde según mi costumbre, aunque el partido comenzara las 15:30 h. Como era de esperar, llegamos al estadio a las 14:45h, al ingresar observamos que los dos primeros niveles estaban repletos de gente que saltaba y gritaba por su equipo. Intenté ver el campo por entre las piernas de la multitud, pero apenas pude distinguir algo. No nos quedó otra que subir a los pisos 3 o 4. Desde allí la vista era pobre: el arco estaba tapado por la tribuna, a menos que estiraras el cuello, así que no se podía ver el arco debajo de la tribuna. Ese lado del campo, era prácticamente una pared vertical. Con la barra de pie y gritando, solo alcanzábamos a ver el área chica y el otro lado del campo. ¿Qué  íbamos a hacer? Era consecuencia de llegar tarde y, claro, de hacerle caso a mi amigo. Esa tarde, Boca no ganó, por lo que no se coronó campeón y tuvo que esperar hasta la siguiente fecha. El mejor jugador de ese partido fue el uruguayo Carrasco de Racing. Nunca más volví a un estadio con Emilio, un chalaco de nacimiento, universitario electrónico, carateca, pero jalado en la práctica del fútbol.

Los fines de semana, los sábados, muchos de los peruanos que estábamos en Buenos Aires, entre 15 y 20 futboleros, nos congregábamos en el gran complejo deportivo de Sarmiento. Era un campo nuevo, con grama bien cuidada, y allí jugábamos partidos de 9 contra 9. Para mí, el fútbol siempre estuvo presente en mi vida. Como mi jornada laboral en Buenos Aires, se centraba en el reactor RA2 del centro atómico de Constituyentes, me hice amigo de los cocineros del comedor. Un día, durante una conversación sobre fútbol, me invitaron a un entrenamiento que ellos tenían frente al próximo campeonato de los trabajadores de la CNEA. Acepté la invitación y me presenté,  aquella tarde mi rendimiento fue destacado que decidieron inscribirme a su equipo para el campeonato. Fue en esos entrenamientos donde conocí en persona a un verdadero ídolo del fútbol mundial, el gran capitán de Independiente, los Diablos Rojos de Avellaneda, el defensa uruguayo Elvio Pavoni, quien, en 1972 visitó Lima y le ganó a la U. Jugué solo una fecha en ese campeonato, ya que, debido a los sucesos de las Malvinas, tuvimos que regresar al Perú de inmediato

El avión parrandero

Corría el año 1981, y Perú se encontraba en plena lucha por clasificar al Mundial de España 82. Aquella selección peruana daba espectáculo, tanto así que en la fecha anterior había derrotado a Colombia en Lima, y el siguiente desafío era contra Uruguay, en Montevideo. Así que, los peruanos que residíamos en Buenos Aires, con la ayuda de un miembro de la delegación, conseguimos entradas y alojamiento en Montevideo para ver el partido en el legendario Estadio Centenario.

La mañana del sábado, varios de nosotros partimos hacia la frontera con Uruguay;  desde el puerto de Tigre, en Buenos Aires, zarpamos en un moderno bote como a las 8:00 horas y llegamos a las 13:00 horas. Directo al hotel, dejamos nuestras cosas y al caer la tarde, nos lanzamos a explorar Montevideo: sus lugares emblemáticos, las noches de espectáculo, la comida exquisita acompañada de buen vino. Y así, entre risas y buen ambiente, nos fuimos a dormir cerca de la medianoche.

Al día siguiente, nos dedicamos al turismo. Ya teníamos nuestras entradas, con asientos numerados, por lo que podíamos llegar a la hora que quisiéramos. Como suele decirse, el mundo es pequeño, y la realidad muchas veces supera la ficción. Esa mañana, mientras exploraba la Plaza Artigas con mi cámara Pentax, me encontré en el sótano de la plaza, preparándome para tomar una foto. En ese momento, alguien apareció en el encuadre. Le pedí amablemente que me dejara tomar la foto, y cuando volteó, me quedé paralizado. En el ocular de la cámara, vi a una persona que, a pesar de la distancia, me resultaba sorprendentemente familiar. En un parpadeo, mi mente pasó por miles de imágenes, como buscando en una galería de recuerdos, hasta que, en el instante más fugaz, me llegó la respuesta: “¡Ese es mi primo Coqui!”

Bajé la cámara y grité con fuerza, "¡Primo Coqui!" Él me reconoció de inmediato, y nos abrazamos emocionados. Estaba con su esposa, quienes viajaban en su luna de miel y, de paso, habían decidido ver el partido de fútbol. La familia de Coqui, en Chiquián, era muy fanática del fútbol, y además nos había brindado trabajo y refugio cuando llegamos a Lima a estudiar. Nos deseamos suerte y prometimos hacer barra por nuestro Perú.

En el Estadio Centenario, nuestros asientos se encontraban en la pista de atletismo, colocados en sillas comunes, como que hubieran adaptado estos lugares por la gran concurrencia. El estadio estaba a reventar. Uruguay necesitaba ganar, y Perú, si lo hacía, clasificaba a España. Pero Uruguay, además de ser el local, había sido recientemente campeón del mundo realizado en el propio centenario en  1980, donde se celebró un torneo especial entre los campeones mundiales, en honor al cincuentenario de la primera Copa del Mundo, de 1930 que ganó Uruguay celebrado en Montevideo en el mismo centenario.

Estábamos tan cerca del campo que pudimos ver de cerca la famosa persignación de Guillermo La Rosa, justo después de su espectacular gol. No voy a entrar en los detalles del partidazo que jugó Perú, pero sí del momento final, cuando el  arbitro dio por finalizado el juego, una banda de músicos, que estaba en la tribuna cerca al arco de la zona sur, bajó al campo y comenzó a tocar música peruana, entonces los que estábamos en la parte baja, pudimos desplazarnos con comodidad y fuimos al encuentro con la banda. Juntos, casi 500 personas, bailábamos por el campo, al ritmo de la marinera norteña, camino hacia la puerta de salida, mientras eso ocurría, los aplausos del público resonaron como un eco de reconocimiento al show que había desplegado el equipo peruano, sentí que los uruguayos se comportaron como verdaderos deportistas. 

A eso de las 6 de la tarde, llegamos al hotel, y rápidamente sacamos nuestros pequeños maletines, y nos dirigimos a un restaurante donde nos encontraríamos y desde ahí salir al aeropuerto, mientras esperábamos al grupo, jugábamos con los niños, al  “cebo padrino”, tirando monedas sobrantes al aire, si ellos gritaran  “¡Arriba Perú!”, entre risas y alegría, tomábamos el taxi rumbo al aeropuerto, donde llegamos sobre las 19:00 horas.

En el avión todos estábamos sentados, pero el vuelo no despegaba. La azafata pasó y vio un asiento vacío. Preguntó si sabíamos a dónde estaba el pasajero, Racso. Le respondimos que no. Unos minutos después, dos personas aparecieron por el pasillo, y una de ellas traía a Racso, en mal estado. Lo sentaron en el asiento vacío, y, al darnos cuenta de su situación, nos dio algo de vergüenza verlo en ese estado. Racso no era de los que solía reunirse con nosotros para hacer deporte los sábados en San Borja, no sabíamos de sus gustos, sin embargo, esta vez se había sobrepasado. Nadie sabía con quién había estado, tanto durante el partido como después. 

El avión finalmente despegó, y el vacío que se generó en el despegue tuvo su efecto inmediato en el estómago, provocándole vómitos  en el pasillo, apuradamente llegaron las azafatas con trapos y bolsas para cubrir su boca, pero el olor fue insoportable, y fue una tortura para todos los que regresábamos a Buenos Aires. Una más para la lista de sus historias inolvidables.

Cuando llegamos a Buenos Aires, su compañero de departamento lo acompañó en un taxi  hasta su casa, este compañero también  había viajado a Montevideo, pero a diferencia de Racso, era tranquilo, respetuoso y cuidadoso en sus actos. Algunos podrían buscar una explicación neurológica o freudiana para este tipo de comportamientos, pero eso no tiene cabida en esta historia. Solo quiero decir que, a veces, nos toca compartir con amigos como Racso, rudos y toscos en todo. ¿Ustedes conocen a alguien así?

Mis recuerdos a Racso, que si lee esto, lo tome como una anécdota para reír.

La Pluma del Viento

Lima, 14 de diciembre de 2024. 




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