El agua fría sobre la piel del cuerpo desnudo, en medio de un día caluroso, nos devolvía paz. La desesperación se detenía frente al contacto con la naturaleza. Era el puquio de Shapash, lugar donde los duendes nacen, donde la paz sacia al espíritu superando la sed material. Aquí el agua también traía sabor, alegría y compromiso por la vida. Era el reencuentro filial con las entrañas de la madre tierra. Aquí suscribíamos el compromiso permanente de amor a la naturaleza, de respeto a la vida sin regateos ni discriminación por nadie. Hoy, cuando veo a la vida que nos rodea, talvez con ojos muy pesimistas, creo que hemos desandado ese cariño a la naturaleza. Hoy queremos llevarnos parte de la tierra a nuestra casa, a nuestra habitación. Hemos reducido nuestra capacidad de compartirla sin destruirla. Hoy, prevalece la diabólica cultura de la destrucción de todo, incluso del otro, en beneficio solo de nuestro interés. El consumismo insaciable nos ha inoculado el deseo de no dejar na...