UNA NOCHE EXTREMA EN LA IGLESIA DE CHIQUIAN
En los pequeños pueblos del
interior de nuestro Perú, las iglesias son ambientes plagados de historias,
entre las más usuales, está aquella que dice que fueron cementerios, pero solo
para ciertas personalidades destacadas de la localidad, y también para algunos párrocos,
por eso sus almas dejaban sus ataúdes por las noches, para penar por las calles
del pueblo, de ahí muchos pobladores, aseguran haber visto ingresar a la
iglesia fantasmas con hábitos que les cubría hasta la cabeza, y se desplazaban
con mucha rapidez casi como si no pisaran el suelo, prácticamente volaban
dejando en su recorrido olores a azufre.
También, se dice que en ellas, enterraban a niños abortados por religiosas, o por jóvenes
embarazadas por los párrocos. Sus pequeños espíritus se manifestaban en llantos
tenebrosos, con gritos desgarradores de dolor, clamando ayuda, esos lamentos se
oían que salían desde dentro de la iglesia, por eso nuestras madres nos
aconsejaban no caminar en la noche por la vereda en frente de la iglesia, sino
alejarse de ellas.
Esas tétricas historias, encajaban
en las inmensas construcciones, que eran las iglesias, de paredes anchísimas, techos elevados, sin
ventanas, con poco acceso de luz y aire. Un entorno favorable para que en las
noches, salieran a merodear a sus víctimas en vuelos rasantes y calculados los
murciélagos. En sus paredes, generalmente estaban los santos, para todas las ocasiones,
los estelares tenían grutas especiales, vitrinas con candado, tal es el caso
del santo sepulcro o de la virgen maría dolorosa, estas imágenes tenían muchas
joyas, regalos de fieles agradecidos por algún hecho milagroso.
No dejaban de haber
confesionarios uno a cada lado de la iglesia, el aroma era a flores de
procesiones y velorios. Ese era el
ambiente de la iglesia de mi pueblo de Chiquián, una antigua construcción tal
vez del inicio del siglo pasado, se mantenía erguida a pesar de los sismos.
Cuando asistía a las misas, veía como
era su distribución para qué servía cada cosa, al fondo casi pegado a la
pared estaba el altar, donde los párrocos hacían la misa dándole la espalda al
público, ahí en cada lado estaban las imágenes de los patronos de Chiquián:
Santa Rosa de Lima, y San Francisco de Asís, al centro estaba la eucaristía y
sobre ellos se mostraban adornos de yeso en color dorado de ángeles, que subían al cielo.
Cerca al altar, y a los costados
habían 2 puertas de tamaño intermedio que daban a habitaciones de diferentes
usos, el de la derecha entrando por la puerta principal, se utilizaba como
sacristía, allí estaban las ropas del padre que se vestía según la ocasión,
estolas, guantes, también estaban las que usaban los acólitos, blanco y negro o
rojo para los menores, también habían utensilios, para acompañar la misa: el cáliz,
agua, vino, campanillas, incienciarios, báculo, biblias, misales y otros. Este
cuarto tenía internamente otra puerta, más grande que daba hacia un patio, que
no se usaba para nada, podría haber sido jardín, pero estaba casi abandonado,
sus paredes inmensas solo servían de tragaluz, y en el mes de mayo estaba
copado de cebadilla y trébol. Usualmente paraba cerrada con un candado y una piedra inmensa en la parte
baja, como un seguro adicional.
Simétricamente en el lado
izquierdo, también había otra habitación similar, incluso en tamaño, pero se
usaba para guardar las estatuas de santos, y apóstoles que se sacaban en la última
cena, entre ellas las de dos mujeres que tenían los brazos extendidos sujetando
un plato, simbolizaban la atención en la mesa.
En la amplia nave, estaban las
bancas que se distribuían en dos columnas, dejando por el centro un espacio
para el tránsito en caso de fiesta, suficientemente amplia para cuando las
autoridades ingresaran. Entre el altar y la puerta de entrada había unos 70 metros.
En la pared del lado derecho, destacaba un pequeño altar hecho para el santo
sepulcro, que siempre permanecía iluminado, y era Jesucristo echado, era inmenso
y solo dejaba este reposo, en la semana santa, cuando el viernes santo los subían
a la cruz y luego en la procesión de la madrugada del viernes. La puerta de la
entrada de la iglesia, era inmensa de unos 4 a 5 metros de alto, por unos 3 de
ancho, lo necesario como para que saliera e ingresara con comodidad las inmensas
andas de las procesiones.
Encima de la puerta de entrada se
erguía la torre donde se ubicaban las campanas, el campanario, de 3 niveles de
torres, tenía 3 a 4 tipos de campanas,
la grande y más grave, y otros pequeñas más agudas. Para llegar a este
campanario, se usaba una escalera que no era de pisos fijos, sino una común
sencilla que se sujetaba al muro del segundo piso, con una soga, los usaban
solo los especialistas, o el sacristán.
El templo no solía estar abierto
por las noches, salvo las épocas de rezos que terminaban generalmente a las 7
de la noche, y se extendía a más cuando se estaba en los tiempos de cuaresma.
La administración del templo corría a cuenta del sacristán, quien llegaba antes
que todos y también era el último en salir, luego de cerciorarse que todo
estaba cerrado.
En mis años de infancia, se
llamaba don Julio, y vivía a la salida del pueblo, cerca de la hacienda de don
Raúl Espejo en el bello paraje de Husgor, andaba siempre solo, callado, y
rápido, sus llanques parecían patines en el hielo.
Esa añeja iglesia, construida a
inicios del siglo pasado, derrochaba alegría y elegancia en las fiestas de agosto,
y también extrema tristeza y recogimiento en la semana santa. Los niños
íbamos a las actividades religiosas acompañados de nuestras madres, cuando crecíamos
como a los 10 a 12 años hacíamos actividades de preparación para la primera
comunión dentro de ella. El pueblo era
muy creyente, y a los santos los consideraban muy milagrosos, particularmente a
los patronos, Santa Rosa y San Francisco. Los niños, naturalmente, seguíamos ese mismo comportamiento, copiamos
todas las costumbres que veíamos.
Así, cuando tenía unos 7 años,
corría el mes de mayo de 1962, casi las 5pm, hora en la que leía mis favoritos
cuentos del tesoro de la juventud, las fabulas de Esopo, o construía cosas
siguiendo la sección juegos y pasatiempos. Habrían transcurrido casi una hora,
la oscuridad ya se había iniciado, mi madre había estado en cama todo el día, se
encontraba mal, cuando ocurría esto y alguien se enfermaba, venía Miguelina, a
apoyar a la casa en todo lo que significaba
la cocina y atención de la misma, era muy estricta y de tez muy blanca, le
teníamos mucho miedo. Mientras realizaba mis actividades, noté que ingresaban más
personas desconocidas al dormitorio, traían inmensos pañolones, con sombreros
blancos y cinta negra, solo dejaban ver sus ojos intrigantes.
Había notado que Miqui, entraba y
salía del dormitorio con más frecuencia, me percaté que sus ojos pardos estaban
rojos y cargados de lágrimas, concluí que algo andaba mal, o peor de lo que
estaba, así que aprovechando las ocupaciones de Miqui, quien me había advertido
no ingrese, me escabullí y entré al
dormitorio, allí dentro, mis ojos vieron
lo inimaginado, y doloroso para un niño, ví a mi madre casi desfalleciente en
los brazos de una señora, la curandera, que le pasaba paños humedecidos en un
recipiente, por la frente y estómago, observé claramente que sus esfuerzos parecían
infructuosos, miré el rostro de las otras tres señoras que la acompañaban, y en
todas percibí que decían que todo estaba perdido.
Así que, sin esperar más tiempo,
decidí ir a la iglesia y pedirle a Santa Rosita un milagro, curar a mi madre.
Subido sobre una silla, alcancé a coger una vela del estante del comedor, corrí
hacia la cocina y tomé los fósforos, y con eso en el bolsillo, salí desesperado
hacia la calle comercio, rumbo a la iglesia, temía que estuviera cerrada. Así
que me dio mucha alegría y alivio, cuando vi que estaba abierta, sin perder
tiempo y ni percatarme si había gente o no avancé directo hacia la imagen de Santa
Rosita, allá en el otro extremo en la
parte alta del altar, había iluminación eléctrica en toda la iglesia, tenue
pero se veía lo necesario.
Cuando estuve a punto de prender
la vela, todo se obscureció, de susto solté la vela y el fósforo, y en seguida se oyó fuerte que la puerta que
se cerraba, lancé un grito de desesperación mientras me levantaba del piso
donde había caído al saltar sin ver nada, “Estoy aquí, no cierre, estoy aquí,
no cierre”, pero mi voz estaba débil, mis lágrimas que no habían parado desde
que salí de mi casa, no me dejaron
pronunciar con claridad, corrí por el pasadizo central, lo más rápido que pude,
chocándome con las bancas, y llorando y balbuceando, alcancé la puerta, la
inmensa puerta.
Atisbé por las ranuras, afuera
solo divisaba parte de la plaza de armas, las personas que pasaban de rato en
rato, lo hacían lo más lejos de la iglesia, casi por el centro de la plaza,
imposible que pudieran escuchar mi gritos y menos los puñetazos que con mi
corta edad golpeaba la puerta. Caí de rodillas, sentí que mis posibilidades de
salir se esfumaban, luego me senté y lloré todo lo que pude, de pronto recordé
la razón de mi venida, y reponiéndome, exclamé,
“Santa Rosita, estoy aquí, por mi madre, sánala, eso es todo lo que te
pido”, repetí una y otra vez, con todas mis fuerzas, muchas veces. No sé cuánto
tiempo habría transcurrido, hasta que retomé fuerzas en lugar de abandonarme, reparé los lugares
por donde podría salir, mis ojos comenzaron a ver los contornos de los objetos,
de modo que podía caminar sin problemas.
Así que pensé debe estar abierta
la sacristía, y si es así por ahí podría salir a la calle o al menos mirar el
cielo, no había otra posibilidad, era el único acceso hacia la luz y el aire.
Caminé rápido, abrí sin esfuerzo la puerta de la sacristía, luego me aproximé a
la puerta interna que daba al corral, moví como pude la piedra grande, pero
cuando jalé la puerta ella tenía el cando inmenso asegurado. Frustrado y con el
llanto casi oscurecedor, recordé la habitación simétrica, tal vez su puerta
estaría abierta, pero cuando ingresé y avancé hacia la pared del frente, donde quedaría
la puerta interna, sorteando las estatuas de los apóstoles, sentí que alguien
me brindaba su brazo tocándome la cabeza, volteé con alegría, pensado que sería
el padre, pero fue la sirvienta de la última cena, que tenía el brazo
extendido. No pude llegar a la pared del frente, estaba repleto de objetos,
estatuas, maderas rotas. Sentía que el tiempo transcurrido aumentaba mi
desesperación, y mis fuerzas desaparecían, menos mal que era tan niño que no
sabía de las historias contadas de las iglesias. En mi mente solo estaba el
poder salir.
Nuevamente volví hacia la puerta
principal, miré por los intersticios hacia la plaza y aunque veía que
transitaban aún personas muy esporádicamente, no podía avisarles. Entonces casi
abandonado, apoyé mi cabeza sobre la puerta, y me puse a llorar en silencio.
Caminé pegado a la pared como dando vueltas, casi cayéndome, me resistía a desfallecer y echarme, en eso
sentí que me choqué con algo, lo palpé y noté que era la parte baja de una
escalera, cuyos andamios eran palos delgados, recordé que era la escalera que
llevaba al campanario por donde los ágiles campaneros subían a la torre.
Un soplo de salvación vino a mi
mente, y me volvieron fuerzas, palpé el segundo nivel, luego el tercero,
comencé a avanzar, pero para dar el siguiente paso para el cuarto, me balanceé
y perdí el equilibrio, caí al piso menos mal que un poco menos de un metro.
Supe que no sería fácil avanzar en la oscuridad, pero si quería hacerlo debería
tener mucho cuidado y mantener el equilibrio, así que comencé a subir
nuevamente, con los brazos y pies más sincronizados, ni muy a la derecha ni muy
a la izquierda, siempre por el centro, me dio resultado los primeros andamios, cuando
estaba por la mitad casi pierdo el equilibrio, pero me pude recuperar, estaba
ya a casi 2 metros de altura, de caerme habría sido letal, el susto pasó y conforme
avanzaba hacia arriba, se iba aclarando mi visión de la escalera, ingresaba algo de luz, pues la torre abierta,
dejaba pasar algo de iluminación, entonces me permitió observar que estaba
llegando al extremo superior de la escalera, la que se aseguraba al piso de la
torre, por sogas. Cuando agarre la soga me así lo mas que pude, ahora estaba
seguro que así se dé vuelta la escalera no me caería, hice mi último esfuerzo,
y logré subir el último peldaño, y alcancé el piso, me eché como pidiendo algo
de descanso, estaba a unos 4 metros
sobre el suelo.
Con cuidado y viendo que la luz
iluminaba el piso, llegué al centro de la torre desde donde pude ver toda la
plaza de armas, estaba desolada, pero me puse muy contento, ahora podía gritar
y llamar a alguien. No sabía el tiempo transcurrido, había perdido el sentido
del tiempo. Busqué piedras sobre las que me paré para sacar mi cabeza sobre el
nivel del muro y poder gritar con más facilidad, mi metro de talla era muy poco
para sobrepasar el muro.
Inquieto, miraba cada centímetro
cuadrado del parque y no aparecía nadie, cuando mi desesperación comenzaba a
crecer, noté que desde el sector de barrio arriba ingresó a la plaza una
señora, ella como era de costumbre se fue por el centro de la plaza, por la
diagonal, y no por la vereda más próxima
a la iglesia, esa diagonal demoraría lo suficiente para escucharme, esta es mi
única y última oportunidad me dije, entonces grité con todas mis fuerzas,
“señora, señora, ayúdeme”, dos a tres veces, en eso noté que ella quiso,
alejarse del sonido que emergía desde la iglesia, “una llamada de auxilio desde
la iglesia, eso solo puede ocurrir desde los fantasmas y aparecidos, o de almas
en pena”, habría dicho.
Me desesperé cuando noté esa acción,
pero en el único segundo, que ella giró, para mirar hacia la iglesia, la
identifiqué, es mi tía Amanda Chavez dije, ella vivía cerca a mi casa. Entonces
jugándome mi última alternativa le lancé el grito desesperado, “tia Amanda, tía
Amanda, soy acucho, soy acucho”, repetí todas las veces que pude, hasta que
frenó su alejamiento, entre dudando miró hacia la iglesia, y le grité con más
seguridad, “soy acucho, tía, me han encerrado, ven tía, ven, ayúdame”. Ella al identificar
mi voz, y que era su sobrino, un pequeño niño, y no un fantasma, se aproximó
hasta cerca de la torre, y me dijo, “acuchito, no te desesperes, voy a buscar
al sacristán, para que te abra, ahorita vengo”.
Tan pronto se fue comenzaron a
llegar algunas personas, seguro que mi tía les contó, y venían a cerciorarse de
este extraño hecho, yo arriba desesperado notaba que no venía el sacristán,
unos decían que no lo habían encontrado en su casa de Husgor, otros me decían
que bajara mediante la cuerdas de las campanas, y luego me suelte para que me
agarren abajo, no intenté, sin embargo otro, me dijo, “la única manera para
obligar a que venga el sacristán es tocando la campana, trata de hacerlo acucho”. Mi tamaño no era lo suficiente para coger las cuerdas de las campanas
con comodidad y hacer sonar, de modo que busqué unas piedras y parado sobre
ellas casi de puntas, cogí la cuerda de una de ellas, la hice repicar, era la más
pequeña, la más aguda. La gente de abajo me gritaba “otra vez, otra vez”, “no
te rindas acucho”. Hice lo posible, estaba completamente exhausto, ya no daba más,
así que me senté apoyando mi espalda en la pared, y me desvanecí. Volví a la
razón cuando me despertaron, unos jóvenes en el campanario, había llegado el sacristán y ellos subieron a recuperarme, escuchaba que le reprendían al sacristán que a decir verdad el responsable era yo, bajamos, en seguida me llevaron a casa donde
mi madre me esperaba muy recuperada. Nunca supe si fue un milagro de Santa
Rosita o la habilidad de las curanderas.
LA PLUMA DEL VIENTO
Pueblo Libre, 19 de abril de 2014
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