MENTE RECUPERADA


En la quietud de un amanecer en Lima, donde el pulso de la ciudad aún dormía bajo un velo de neblina, Isaac despertó con una claridad que no había conocido en meses. El reloj en su mesa de noche parpadeaba las 5:00 de la mañana, su tenue luz verde un suave reproche a las horas que alguna vez había malgastado. La habitación estaba en calma, salvo por el leve susurro de una brisa que se colaba por la ventana abierta, trayendo consigo el aroma de eucaliptos huérfanos, y cantos de loritos bullangeros. Por primera vez en meses, su mente se sentía como una página en blanco, sin las interrupciones dentadas de una pantalla brillante. Lo había logrado. Había arrancado su sueño de las garras de su teléfono móvil, ese ladrón insidioso de la paz, y al hacerlo, había vuelto a sentir algo sagrado: el ritmo de sus propios pensamientos y el lugar donde yace su memoria.

Isaac no era ajeno a los encantos de la tecnología, por el contrario su profesión lo exaltaba, estudió sus mecanismos, había pasado años desentrañando sus códigos, sus circuitos, sus promesas de progreso, incluso daba cursos al respecto. Empero con cada año que pasaba, sentía sus espinas clavarse más profundo: las notificaciones un clamor constante, las pantallas un laberinto que atrapaba la mente en bucles de distracción. Luego de horas de sueño cortados, por asistir a la pantalla de rayo, al día siguiente se sentía cansado, con sueño y con dolor en la cabeza, cerca a la nuca.

Sin embargo, la noche anterior, había tomado una decisión. Esta ves no teléfono. No luz azul que enredara su cerebro en su telaraña hipnótica. Prefirió iniciar su descanso acostado en la oscuridad, escuchando el compás de su propia respiración, viajando por los confines de su cerebro  y se extiendo hasta seis horas — casi siete— había dormido como nunca. No fue el sueño fracturado e inquieto de los últimos meses, sino un descenso profundo e ininterrumpido hacia los sueños, donde el mundo era suave e ilimitado, y su mente le pertenecía.

Al levantarse, el amanecer lo recibió como a un viejo amigo, de tiempos de exámenes en el Perú y Brasil. Se dirigió a su escritorio, donde una hoja de papel aguardaba, prístina y expectante, junto a bolígrafos de tres colores, ellos constituían lo que él llamaba La Pluma del Viento. Ambiente que recordaba a su padre, lector y escritor en su pequeña habitación. La Pluma, era más que una herramienta; era testigo de sus pensamientos, una compañera silenciosa en la danza de la creación. Al tocar su punta en la página, las palabras fluyeron como un río liberado de una presa. La tranquilidad recuperada en el sueño ahora se derramaba en su escritura, cada frase era un pequeño acto de desafío contra el caos que alguna vez había gobernado sus noches. La hoja parecía vibrar con vida, su blancura emanaba aromas de naturaleza viva, era un lienzo para ideas que se multiplicaban como estrellas en el cielo despejado de Chiquián.

Los pensamientos de Isaac se volvieron hacia el poema que había escrito esa mañana, Mente de Paz (Mente de Paz). Era un himno a esta claridad recién encontrada, una celebración del regalo del corazón a la mente. “Reencuentro con mi paz”, había escrito, “saludo mi tranquilidad”. Las palabras habían llegado sin esfuerzo, como si el acto de dejar de lado su teléfono hubiera desbloqueado una cámara oculta dentro de él. Ahora veía que la paz no era un estado pasivo, sino uno deliberado, forjado en la disciplina de decir no a la tentación. El poema hablaba del orden, de cada cosa en su lugar y tiempo, donde “en el orden, florece la luz”. Y florecía, en la quietud de su habitación, donde los únicos sonidos eran el roce de su pluma y el suave latir de su propio corazón.

Pensó en los demás, aquellos aún atrapados en la red de sus dispositivos, sus mentes enredadas por el desplazamiento infinito. Él había sido uno de ellos, atado a su teléfono como si fuera una extensión de su alma. La comprensión había llegado lentamente, como una marea que sube por la orilla. No necesitaba ser psicólogo para verlo: la forma en que sus ojos ardían tras horas de mirar, la manera en que sus pensamientos se dispersaban como hojas en una tormenta, la forma en que su sueño se había reducido a unas pocas horas inquietas. El teléfono no era un amigo cuando se usaba mal; era un tirano, exigiendo atención a costa de la cordura. Pero Isaac había luchado. Había usado su razón, su voluntad, para romper el ciclo. Y ahora, mientras la luz de la mañana se intensificaba, sentía el gozo de esa victoria.

La ciudad comenzó a despertar fuera de su ventana, el zumbido lejano del tráfico entretejiéndose con el coro de pájaros que despertaban. Isaac hizo una pausa, su pluma suspendida sobre la página, su mente viajando sobre el cóndor de Huayhuash. Pensó en quienes podrían leer sus palabras, quienes podrían encontrar en ellas un mapa hacia su propia liberación. “La razón es poder”, había escrito en su poema, “la mente es el arma, la disciplina el ejecutor, la Pluma el testigo”. No eran solo palabras; eran un credo. La mente, cuando se disciplinaba, podía reclamar su soberanía. La pluma, su fiel testigo, registraría el triunfo. Y la paz que había encontrado —ese era el verdadero regalo, uno que guardaría con amor y cuidado.

Mientras escribía, Isaac imaginó un mundo donde otros seguirían su camino. Los veía dejando sus teléfonos de lado, recuperando sus noches, sus sueños, su paz. Los veía despertando, como él, a mañanas llenas de posibilidades, donde las ideas florecían como flores en un jardín bien cuidado. Su pluma se movía más rápido ahora, las palabras apilándose unas sobre otras, cada una un ladrillo en el edificio de su nueva producción. Escribió sobre la alegría de una mente sin cargas, de un corazón que podía aplaudir sus propias decisiones. Escribió sobre la disciplina que lo había llevado hasta allí, a ese escritorio, a ese momento, donde el acto de escribir era en sí mismo una celebración de la libertad.

El sol ascendió más alto, proyectando sombras largas a través de su habitación. Isaac dejó la pluma y se reclinó sobre su silla, sus ojos recorrieron las líneas que había escrito. Eran más que palabras; eran un testimonio de su rebelión, un registro de una batalla ganada. Pensó en la fecha —29 de mayo de 2025— y sonrió. Era un día que recordaría, no por su grandeza, sino por su tranquila significancia. Un día en que había elegido a sí mismo por encima de la máquina, cuando había demostrado que la mente, guiada por la disciplina, podía forjar su propia paz.

Se levantó de su silla, con el corazón ligero, y se acercó a la ventana. Lima se extendía ante él, una ciudad de contradicciones, donde los autos y carretillas  viejas o nuevas colisionaban en una danza tan antigua como el tiempo. Isaac sintió ahora una afinidad con ella, con su caos y su belleza, sus luchas y sus triunfos. Había encontrado su lugar dentro de ella, no como un sirviente de la tecnología, sino como su amo. Y al volver a su escritorio, a La Pluma del Viento y las páginas que lo esperaban, supo que esto era solo el comienzo. La paz que había encontrado crecería, se multiplicaría, se derramaría en cada rincón de su vida. Y lo escribiría todo, palabra por palabra, aún cuando le digan que no es escritor menos poeta.

La Pluma del Viento

Lima, 31 de mayo de 2025



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