CAMBIO DE ESTACIÓN: EL TIEMPO Y LA VIDA
En esta oportunidad voy a compartir con ustedes lectores de esta hermosa revista, el contenido de mi programa de radio de todos los domingos, llamado El Zaguán de Oro Puquio. Suelo en este espacio pasar revista de las noticias que ocurren en la semana y desde ahí rescatar aquello que tiene que ver con la vida y en la segunda parte tocar temas de ciencia. Es un espacio de convergencia de las letras y números, las ciencias humanas y naturales.
Domingo 23 de marzo. ¡Qué día tan
especial! Desde muy pequeño me enseñaron que los 23, cada tres meses, cambiamos
de estación. Esta vez, dejamos el verano para dar paso al otoño. Entonces,
¿sería oportuno hablar sobre el cambio de estaciones? Pero, si ya hemos vivido
tantas veces estos cambios, ¿qué de nuevo habría que valga la pena contar?
Efectivamente, para las personas
cuya rutina es la ligereza del razonamiento, pasar de verano a otoño no tiene
nada de especial. Sin embargo, para un jubilado que observa el paso del tiempo
con ojos que emergen del silencio, de las profundidades de la conciencia, este
cambio puede significar mucho más, sobre todo si se mira la vida como proceso.
Sabemos claramente que el tiempo
transcurre de manera inexorable. Esa ley física de la tendencia al desorden
(entropía) y la mínima energía son el sustrato que se usa para explicar: ¿qué
es el tiempo? En verdad, es una pregunta de difícil respuesta, tan difícil que
me lleva al recuerdo de lo que decía San Agustín: “Si no me preguntan qué es el
tiempo, lo sé; pero si lo hacen, entonces dejo de saberlo”.
Aunque estos temas parecen
cotidianos, sus respuestas son difíciles de explicar con bases sólidas. Sin
embargo, el tiempo es algo que sentimos, nos habita, nos atraviesa y nos
acompaña; forma parte de nosotros. Si hablamos de la Tierra y la ubicación
geográfica de un país, entenderemos fácilmente las estaciones como resultado
del ciclo solar (el movimiento de traslación alrededor del Sol). Así, en Lima,
estamos dejando el verano para dar inicio al otoño, reconociendo las cuatro
estaciones: primavera, verano, otoño e invierno.
Pero si extendemos esta noción de
las estaciones a la vida de una persona, surgen dudas: ¿También nosotros
tenemos estaciones? ¿Sabemos cuántas son? ¿Podemos reconocer en qué estación
estamos? Las respuestas no las frecuentamos; no sabemos si hay una, o dos, o
tres, o cuatro estaciones. Eso es lo que quiero compartir: una correlación
entre las estaciones del año y las de la vida.
Comencemos aceptando que también
la vida tiene ciclos, así como los primeros habitantes de la Tierra observaron
admirados el cielo y reconocieron regularidades. Así surgió el conocimiento,
representado por la filosofía, el arte y luego las ciencias. Se trataba de los
ciclos de la Tierra conforme transita en su órbita alrededor del Sol. En esa
misma visión, correlacionémoslo con los ciclos de la vida.
¿Podemos reconocernos en una
primavera personal, en un verano lleno de vida, en un otoño sereno o en un
invierno introspectivo? ¿Qué nos enseñan las estaciones de la naturaleza sobre
las etapas de la vida humana?
Entonces, aceptemos que también
los seres humanos atravesamos nuestros propios ciclos vitales. Así, nuestra
primera estación, la primavera, sería la infancia y juventud. Es el tiempo de
la germinación, del brote, del asombro, la admiración, de los primeros pasos.
Los niños y adolescentes viven como la naturaleza en flor: con energía, con
impulso, con ojos descubridores.
Así como la Tierra en primavera,
el ser humano en esta etapa crece, aprende y se abre al mundo. Diríamos que es
la etapa más feliz, que uno guarda en su memoria con nostalgia. En la soledad,
te lleva a abrir tu baúl de recuerdos, que generalmente está enraizado en la
primera interacción con la madre Tierra, donde realizas tus primeros pasos y
sientes por vez primera el fragor del viento, las lluvias nutritivas, la
belleza de la naturaleza y la policromía de las flores.
Luego viene el verano, que sería
la madurez temprana. Llega el calor, que viene en ti con la plenitud de las
fuerzas. Aquí sembramos y trabajamos. Es el momento de los grandes proyectos,
de la identidad forjada, de la familia construida. El verano en la vida es el
tiempo de dar. Podríamos decir que va de los 20 a los 45; empero, estos años se
pueden extender en función al tiempo de vida que se va ampliando en la
humanidad.
La tercera estación en la vida,
equivalente al otoño, es la madurez tardía. En esta, como que las hojas
cambian, pero no mueren: se transforman. En esta estación cosechamos lo vivido.
El cuerpo, tal vez, cede sus fuerzas. No eres el ágil, el fuerte; ahora, con
más cuidado, integras lo exterior con lo interior. Notas que tu alma sí es
madura. Es el tiempo de la reflexión, del consejo, del legado. Tal vez se
extiende hasta los 70 años.
Luego viene la etapa del
invierno, de la vejez y la trascendencia. El mundo parece callarse. Parece
gustarte el mundo interior que has construido; parece ser lo que más te
importa. Así como bajo la tierra están las raíces de un gran árbol, igual ahora
uno se preocupa de auscultar aquella vida dormida. Pero la vejez no es el fin.
Es más bien el reencuentro con la
memoria, con la contemplación; es una preparación para la trascendencia:
trascendencia de tus obras, de tus pensamientos. En este invierno personal
deseas volver al desván de tu casa antigua. En ese encuentro sientes que el
tiempo no corre, o no cuenta, en todo caso. Esta etapa puede ser la más sabia,
de mayor serenidad. Es el reencuentro realmente con la sabiduría, con la
trascendencia, pues superará los tiempos que da la vida.
Así, podemos decir que ninguna de
las etapas que hemos mencionado en las estaciones de nuestra vida es en vano.
Cada una tiene su sentido, su belleza, su fragilidad, pero también su tesoro. A
veces, por miedo o prisa, vivimos desconectados de nuestro propio ciclo de
vida, de nuestra propia estación, que ni siquiera sabemos en cuál estamos.
¿Acaso te has preguntado alguna vez en qué estación estás atravesando? Tal vez
esta pregunta vale la pena responderla, para entender el tiempo en la vida de
las personas que tienen a la sociedad como su sol regente.
Para finalizar, algunas
enseñanzas que, siempre, a modo de conclusiones, cerramos en nuestra
presentación. Primero: vivir es aceptar que somos parte de un gran ciclo.
Nacemos, crecemos y partimos; ese es el discurrir de la vida. Segundo: así como
la Tierra gira y cambia, nosotros también cambiamos. Y no se trata de
apresurarse o de resistirse a esos cambios, sino de reconocer la estación en la
que estamos y vivirla con plenitud. Tercero: si estás en tu primavera, siembra
sin temores. Si estás en tu verano, da con generosidad lo que has producido; lo
que tu fuerza da, entrégalo sin reproches. Si estás en tu otoño, comparte tu
cosecha, comparte lo que has construido, comparte lo que la vida te ha dado. Y
cuando llegue tu invierno, abrázalo con sabiduría, con alegría y con serenidad.
El día de ayer, en medio del sol de este verano que se va, hice este pequeño poema que les comparto, porque siempre hay momentos para brindar por la vida, aunque duela; y porque los cierres de etapas tienen que ser con dignidad y sin quejas. Nunca estamos solos. Nos acompañan el tiempo, la nostalgia y la identidad, que es lo que no podemos claudicar. Podríamos sentirnos vacíos, desarraigados… no importa: en Lima, en cualquier mercadillo hallaremos compañía de sabor, de recuerdos y emociones que nos convencerán de que siempre vale la pena vivir.
¡Salud, lectores, salud por lo que vendrá en la estación de otoño!
ADIOS TIEMPO
Sol de nostalgias...
calor que contagia,
ilusión que vuelve...
hoy te recuerdo
Sabor a Perú...
nunca mejor,
medio día,
ceviche... ven.
Años que pasan,
memorias esquivas...
viene tu imagen...
¡Salud en tu nombre!
Nunca postergues,
mi eco truena.
No hice caso...
la soledad reina.
No hay tiempo.
Menos pesares.
Hoy es sabor,
hoy es tregua.
Salud, silencio.
Salud, viento.
Salud, distancia…
¡Adiós tiempo!
La Pluma del Viento
Lima, 29 de marzo de 2025
NOTA:
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