EDGAR , EJEMPLO DE VIDA
En su casa, en ese mismo lugar donde antes habíamos celebrado su aniversario entre risas y brindis, ahora nos encontrábamos escuchando su voz serena mientras nos llevaba por los caminos de su vida: algunos trazados con rosas, otros con espinas.
Eran los primeros años
de los noventa. Por necesidades del trabajo y con la llegada de nuevos
técnicos, me encontré (yo ingresé al IPEN unos seis años antes) con un grupo
selecto de técnicos recién egresados en tecnología nuclear. Entre los diez o
doce mejores estudiantes que se incorporaron al IPEN estaba Edgar, técnico electrónico
egresado del prestigioso Cueto Fernandini. Él se unió al equipo de
mantenimiento electrónico en la sede central de San Borja, donde compartía
labores con otros especialistas del área. En aquella época dorada, entre los
años ochenta e inicios de los noventa, el IPEN vibraba con intensa actividad
deportiva. Fue en esas canchas donde vi por primera vez a Edgar defender con
pasión los colores de su equipo: Mantenimiento Electrónico.
El tiempo pasó. Cuando
regresé de Brasil en 1999, encontré a Edgar dedicado al mantenimiento del
reactor RP-10, trabajando codo a codo con su jefe, el recordado Arturo
(ingeniero de Canta), y su amigo inseparable, Agustín. Los dos venían del
mismo equipo en San Borja. Mi memoria los revive con nitidez: subiendo al auto
antiguo (de Agustín), un robusto vehículo de los años cuarenta que parecía un
tanque de puro fierro. Allí iba todo el equipo, entre herramientas y bromas,
siempre listos para celebrar los viernes tras los campeonatos.
Para el cambio de
milenio, Edgar y Agustín ya avanzaban hacia su licenciamiento como operadores
del reactor nuclear. Eran hombres multitarea: dominaban con igual pericia la
mecánica y la electrónica. Su formación en el CSEN había sido rigurosa —doce
meses de dedicación exclusiva en el único curso de su tipo en América—,
incluyendo capacitación especializada en Argentina o Brasil. Cuando lograron su
licencia como operadores del RP-10, demostraron lo que ya sabíamos: alcanzar
ese nivel —tras exhaustivos exámenes teóricos y prácticos que normalmente
tomaban tres años a un ingeniero— era prueba de su extraordinaria capacidad.
Entonces, ayer
finalmente concretamos la visita. Agustín y yo llegamos a casa de Edgar después
de cuatro meses de espera —desde febrero, cuando comenzó su lucha contra esa
enfermedad que todos tememos—. Era la primera vez que alguien del trabajo podía
visitarlo, pues sus exigentes tratamientos y su proceso de recuperación hasta
ahora no le permitían recibir visitas.
Reencontrarnos con
Edgar fue revivir al compañero que conocíamos tan bien. Él, al igual que
Agustín, había sido operador nuclear de esos que no conocen la palabra
“imposible”. Siempre dispuesto, siempre con una solución ingeniosa para
cualquier falla técnica. No existía problema que no pudiera resolver, ni hora
del día o la noche en que no ofreciera su apoyo.
Los turnos en el
reactor son prueba de esa entrega absoluta. La jornada semanal comienza el
viernes a las 7 p.m. y se extiende hasta el sábado a las 6 p.m. Las noches son
especialmente demandantes: frente a la consola deben mantener la operación
segura y, al relevarse, inician el exhaustivo recorrido de vigilancia —bajando
al sótano y subiendo luego los tres pisos del reactor— para verificar todos los
parámetros. Entre estas tareas, apenas lograban descansar una o dos horas,
acomodándose como podían en muebles incómodos que poco tenían que ver con camas
dignas de ese nombre.
Los operadores
nucleares de aquella generación —esa primera y segunda camada formada con
entrega absoluta— estaban tallados en una madera especial, resistente a
cualquier adversidad. Su temple se demostraba noche tras noche: cuando mis
experimentos requerían manos adicionales para mover equipos pesados,
transportar combustible nuclear, ajustar niveles de potencia, realizar
exhaustivos movimientos de combustibles en cambios de configuraciones del núcleo, posicionamiento de muestras,
envenenamiento por xenón durante madrugadas enteras, ellos siempre estaban
allí, infalibles como el mecanismo de un reloj.
De Edgar guardo un
recuerdo técnico especialmente vívido: durante una de esas largas noches de
monitoreo, él se encontraba de operador en la consola, cerca de la 1:00 a.m.,
mientras seguíamos el comportamiento del xenón mediante el movimiento de las
barras de control, cuando alcanzamos el límite superior de todas las barras.
Fue entonces cuando, con esa calma característica que solo dan los años de
experiencia, me dijo: “Puedes seguir el ascenso del veneno observando el
descenso correlativo de corriente en la cámara de marcha”. Seguimos su
sugerencia al pie de la letra, y aquella perspicaz observación no solo nos
permitió determinar con precisión el punto máximo de envenenamiento por xenón,
sino que terminó siendo parte fundamental de un artículo científico que
publicaríamos meses después.
Aquellos hombres
amaban el reactor con devoción casi religiosa —y aún lo aman—. ¿Cómo no habrían
de hacerlo, si se formaron en aquel curso técnico donde el simple emblema de
“ser nuclear” marcaba a fuego el carácter y el destino? Bajo su cuidado
experto, el reactor no solo funcionó: alcanzó su cénit operativo, mayor número
de radioisótopos producidos, experiencias de uso de las facilidades del
reactor, apoyo a estudiantes universitarios y trabajos con expertos
internacionales, que exigían horarios especiales para aprovechar su corta
estancia.
Dominaban el equipo
cual violinista a su Stradivarius —cada parámetro, cada ruido, cada fluctuación
les hablaba en un lenguaje íntimo—. Ningún problema los tomaba por sorpresa;
para cada falla tenían solución, para cada anomalía, un diagnóstico certero. Detrás
de su excelencia estaba Rolando, el supervisor que supo impulsar aquel grupo
excepcional.
Para quienes vivimos
los albores del reactor, operadores como Edgar, Agustín y el imprescindible
Pedro representan lo más graneado del IPEN —acaso el único equipo en toda
Latinoamérica que conjugaba a la perfección dos artes distintas pero
complementarias: la operación fina y el mantenimiento experto—. Eran, en
esencia, los maestros de la energía nuclear peruana.
Ahora libra su batalla
más dura con la misma vehemencia metódica que lo caracterizó en el reactor.
Mientras muchos hubieran claudicado ante este diagnóstico, él persiste con la
convicción inquebrantable del que sabe que vencerá. Es la misma tenacidad que
mostró décadas atrás, cuando —además de sus turnos en el IPEN— levantaba su
emprendimiento en el mercado para asegurar el futuro de su familia.
Hoy, incluso con su
salud frágil, sigue al frente de la presidencia de los trabajadores del
mercado. No ha renunciado al cargo asumido este año, porque para Edgar
abandonar responsabilidades nunca fue una opción. Cada gestión, cada reunión a
la que asiste, es un acto de resistencia: la prueba viviente de que la
enfermedad puede debilitar el cuerpo, pero no quebrar el espíritu de un
operador nuclear de la vieja escuela.
Le hicimos esta visita
porque la sentíamos necesaria, desde el corazón y desde el trabajo. Queríamos
brindarle un impulso con nuestra presencia, la de quienes compartimos con él no
solo jornadas laborales, sino también esos momentos de camaradería que forjan
amistades verdaderas. Porque la vida, incluso en sus tramos más oscuros, merece
ser vivida con plenitud. Y porque estas batallas difíciles terminan siendo las
enseñanzas más valiosas que uno puede dejar: a la familia, a la esposa, a los
hijos, a los amigos del alma.
Mientras Edgar
hablaba, describiendo con serenidad los detalles de su lucha, conteníamos la
respiración y aprisionábamos los sentimientos para no quebrarnos. En su tono
calmado, en esa fortaleza que no cedía ante el relato de los tratamientos,
había un mensaje claro: “Cuídense”. Y fue tan concreto en su preocupación por
nosotros, que terminó demostrándolo con acciones: “¿Saben cuánto pesan?
¿Conocen su presión arterial? Vamos, aquí tengo balanza y tensiómetro”. Así,
con esa mezcla de rigor técnico y cariño fraterno que lo caracteriza, nos midió
a cada uno, insistió en que lleváramos un control, que no descuidáramos lo
básico. Era su manera de traspasarnos, incluso en su fragilidad, esa obsesión
por preservar la vida que siempre lo definió en el reactor y ahora en su
batalla personal.
Y, cómo podía ser de
otra manera. Después de tantos años compartidos en el IPEN, después de tantas
jornadas que terminábamos bajando a las humildes tiendas cercanas —esas casitas
inacabadas o los puestos improvisados en veredas de barrios en construcción—
donde pedíamos nuestras “heladitas” para refrescar la garganta, era natural que
ahora, en medio de su lucha, Edgar sacara dos latitas de cerveza. “A esta hora
sé que merecen un brindis”, dijo con esa media sonrisa suya, “yo no puedo, pero
ustedes sí”.
Era su forma de
agradecer la visita, sí, pero también algo más profundo: un gesto de
continuidad, de mantener viva esa tradición de camaradería que había marcado
nuestros años de trabajo. Tal vez, en su sabiduría práctica, comprendía que su
relato sobre la enfermedad había sido intenso, y que necesitábamos este
“tranquilizador” simbólico, este pequeño ritual compartido para procesar la
emoción.
Y allí estaba él,
mostrando una valentía que nos desarmaba. Aunque sabía que le esperaban pruebas
duras —sesiones de tratamiento que exigirían toda su fuerza de recuperación—,
no había rastro de derrota en su mirada. Al contrario, hablaba con la certeza de
quien sabe que superará este obstáculo, como ha superado todos los demás, para
continuar su vida dedicado a lo que siempre ha importado: su esposa, sus hijos,
su trabajo.
Edgar es, en ese
sentido, el reflejo vivo de la estirpe mochica: norteño de pura cepa, fuerte
como los algarrobos de su tierra, decidido a triunfar incluso cuando la
oscuridad parece impenetrable. Hombre acostumbrado a desbrozar espinas —en el
reactor, en el mercado, en la vida—, sigue demostrando que los caminos
difíciles se transitan con la misma determinación con que operaba el RP-10:
midiendo cada variable, anticipando cada riesgo, pero siempre avanzando.
Al finalizar nuestro
encuentro, Edgar compartió sus planes: espera reintegrarse al reactor el
próximo mes. La necesidad económica es real —los ahorros se han agotado durante
estos meses de tratamiento—, pero también es evidente que su compromiso con el
mercado sigue firme. Allí continúa, a pesar de todo, cumpliendo sus
responsabilidades.
Al despedirnos, Edgar
nos regaló su sonrisa característica —esa que nunca ha perdido, ni en los
momentos más difíciles—. Nos estrechó las manos con afecto y nos deseó éxito en
nuestro trabajo. Lo dejamos en su hogar, donde se aferra a una certeza inquebrantable:
pronto volverá al RP-10, para operarlo con la misma excelencia que siempre lo
ha distinguido.
Solo me queda decir:
Edgar, tu vida es un ejemplo de grandeza auténtica. Luchador de estirpe
peruana, ayer líder sindical en el IPEN, hoy guía de los trabajadores del
mercado.
Tu historia no es solo
inspiración, sino prueba tangible de lo que el carácter humano puede lograr.
Hasta pronto, amigo, compañero. El reactor, el mercado, y todos los que te conocemos, esperamos tu regreso.
La Pluma del Viento
Lima, 12 de junio de 2025
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