CUANDO LA CIENCIA SE ENCUENTRA CON LA VIDA: EL FUTURO DE LA EDUCACIÓN

Cuando contemplamos una flor en todo su esplendor, cuando nos conmueve la sonrisa de un bebé, cuando seguimos con la mirada el vuelo delicado de una mariposa o nos dejamos maravillar por el imponente nevado Yerupajá, algo dentro de nosotros se activa. Aplaudimos, nos emocionamos, tal vez hasta lloramos, y no podemos evitar exclamar: 

“¡Qué maravillosa es la naturaleza!”

Lo curioso es que en esos momentos sublimes, la naturaleza no se nos presenta dividida. El hielo no nos dice “yo soy física”, ni la flor de la cantuta se presenta como “botánica”, ni el río se identifica como “química”. Todo está ahí, integrado, sin etiquetas, sin fronteras artificiales. La belleza y la complejidad del mundo se nos ofrecen como un todo indivisible.

Entonces, cabe preguntarse: ¿cuándo comenzamos los seres humanos a fragmentar la realidad? ¿En qué punto de nuestra evolución decidimos dividir el conocimiento en parcelas, en disciplinas, en asignaturas?

La respuesta hay que buscarla muy atrás, en los primeros pasos de nuestra especie. Desde aquellos tiempos en que habitábamos cavernas, el ser humano ha intentado entender su entorno. Para hacerlo, desarrolló una estrategia: separar lo complejo en partes más pequeñas y manejables. Así nació el método científico que hoy conocemos. Un enfoque que, al buscar lo más elemental, permitió construir el conocimiento que sostiene nuestra civilización.

Esta forma de pensar no es exclusiva de científicos o académicos. Está en nuestra naturaleza. Basta observar a un niño pequeño: sin que nadie le haya enseñado nada, toma un juguete que le llama la atención y, por muy bonito que sea, su curiosidad lo impulsa a desarmarlo. Si no puede con las manos, usa los dientes o lo golpea contra el suelo. ¿Qué busca? Comprender qué hay dentro, cómo funciona. Así es nuestra mente: exploradora, inquisitiva, incansable.

Lo mismo hacen hoy los grandes investigadores. Solo que, en lugar de desarmar juguetes, usan aceleradores de partículas para descomponer un protón. La lógica es la misma: para entender el todo, empezamos por las partes.

Esta visión reduccionista —fragmentar para comprender— ha sido extraordinariamente exitosa. Gracias a ella, hemos llegado a la Luna, enviamos mensajes desde cualquier punto del planeta (o más allá), hemos revolucionado la medicina, desarrollado tecnología impensable y transformado nuestra vida diaria. Todo ello es fruto del método científico clásico.

Pero hoy, en pleno siglo XXI, empezamos a ver sus límites. El mundo ya no puede ser comprendido solo desde las piezas aisladas. Necesitamos ir más allá. Es tiempo de volver a mirar el todo.

Los grandes desafíos de nuestra época —el cambio climático, las pandemias, la inteligencia artificial, la ética de la ciencia, la convivencia humana— exigen una nueva mirada. Una que no se limite a observar cada disciplina por separado, sino que las entrelace. Que ponga en diálogo la biología con la física, la ingeniería con la psicología, la economía con la ecología. Es decir, que abrace la complejidad.

Por eso, instituciones como el MIT ya están rediseñando su modelo educativo. Con visión de futuro, han iniciado una transformación para integrar las ciencias de la vida con las ciencias físicas y la ingeniería. Saben que en los próximos 30 años, la innovación no vendrá de una sola disciplina, sino de la convergencia entre muchas.

Esto, sin duda, impactará en la educación en todos sus niveles. Desde la primaria hasta la universidad, habrá que dejar atrás los cursos aislados y apostar por propuestas integradas, por currículos que respondan al mundo real y no a compartimentos estancos. Necesitaremos formar profesionales con conocimientos múltiples: ingenieros que entiendan biología, biólogos que manejen física, y, sobre todo, ciudadanos capaces de pensar de manera sistémica, ética y creativa.

En el Perú, este cambio es más que necesario. En un contexto de globalización, tratados de libre comercio y desafíos comunes a toda la humanidad, no podemos seguir formando profesionales del siglo XX para problemas del siglo XXI. Debemos superar la visión fragmentada de la educación y avanzar hacia una visión integradora. Cambiar el reduccionismo por la complejidad. Porque el mundo —como la flor, el río o la sonrisa del niño— no está dividido. Somos nosotros quienes debemos volver a mirarlo como lo que siempre fue: un todo maravilloso y desafiante que espera ser comprendido


La Pluma del Viento

Lima, 23 de marzo de 2025

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