A PESAR DE TODO
Un día como muchos, mi jornada laboral había llegado a su fin. Desde las 7:30 hasta las 15:30 estuve cumpliendo mis labores, como es habitual. Soy de los que suelen salir casi al último, cuando ya los buses se han marchado y solo quedan aquellos que tienen movilidad propia o prefieren quedarse un poco más. El lugar donde trabajo está algo alejado, y sin esos buses —cuatro unidades de unos 60 pasajeros—, no es fácil encontrar transporte público o taxis.
Cerca de las 16:00, me dirigí a mi auto. A unos
15 metros de distancia, saqué la llave y presioné el botón para abrirlo,
esperando la respuesta habitual: el claxon sonando y las luces direccionales
parpadeando. Pero esta vez no ocurrió nada. Repetí la acción dos o tres veces.
Nada.
Pensé que quizás había dejado las luces
encendidas y la batería se había descargado. Mientras evaluaba la situación,
algunos trabajadores, que aún no se habían retirado, se acercaron para ofrecer
ayuda. Eran compañeros del área de talleres, expertos en mecánica y
electrónica. Sabía que, si alguien podía ayudar, eran ellos. Pero también
comprendí que, tratándose de un auto moderno —un Virtus VW 2019—, sin batería
no se activaba nada: ni pestillos, ni lunas, ni sistema de desbloqueo.
Intentaron bajar una de las lunas traseras.
Lograron apenas abrir una rendija, por donde introdujeron un alambre e
intentaron alcanzar la manija interior. También buscaron abrir el capó desde
abajo, sin éxito. Vi que el tiempo apremiaba y que, seguramente, cada uno de
ellos tenía compromisos pendientes.
Uno de los compañeros se ofreció a llevarme en
su auto hasta una zona cercana, donde tal vez habría un taller o algún servicio
técnico que pudiera sugerir una solución. Mientras tanto, otros —entre ellos mi
estimado amigo Dionicio, a quien considero una especie de "MacGyver"
por su habilidad para resolver cualquier problema con lo que tenga a mano—
seguían intentando abrir el auto.
A mitad de camino, mi
celular vibró. Contesté. Era Dionicio, con voz triunfal:
—Tocayo, ya abrimos la puerta. Puedes regresar.
Sonreí. Volví de inmediato. Al llegar, vi que
efectivamente habían logrado abrir la puerta. Me pidieron que liberara el capó
usando el seguro mecánico bajo el timón. Uno de los amigos acercó su vehículo
para hacer el "puente", pero no teníamos las pinzas apropiadas para
conectar las baterías. Fuimos a un taller cercano, conseguimos cables, los
pelamos, y tras unos minutos de transferencia de energía, el auto arrancó por
sí mismo.
Me quedé unos minutos solo, con el auto
encendido. Noté que una de las lunas traseras había quedado ligeramente
astillada. No estaba rota, pero sí marcada. Era la huella de aquella odisea, un
recuerdo vívido de haber olvidado apagar los faros.
Al día siguiente,
Dionicio —como es su estilo— investigó en internet y encontró la solución: bajo
la manija de la puerta hay un orificio oculto, cubierto por una tapa plástica.
Al retirarla, se puede introducir la llave física y abrir la puerta de forma mecánica.
—¡Si eso hubiera sabido! —me dije, lamentando el daño en el vidrio.
Pero más allá del inconveniente, lo que rescato
es la actitud de mis compañeros. El lugar donde me quedé varado está lejos de
la ciudad. Sin ayuda, salir de ahí habría sido complicado y costoso. Sin
embargo, ellos ofrecieron su tiempo —casi una hora—, su conocimiento y su
voluntad, para que pudiera resolver la situación.
La lección es clara: por más moderno que sea un auto, siempre
debemos pensar en qué hacer si todo falla. Esa información debería venir del
concesionario o vendedor, pero casi nunca se entrega.
Y, sobre todo, me queda un profundo
agradecimiento. A pesar de todo, los gestos de ayuda, la solidaridad espontánea
y la disposición de mis amigos dignifican la humanidad.
La Pluma del Viento
Lima, 5 de junio de 2025
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