NAVIDAD MUY ESPECIAL DEL 2020
Estoy muy de mañana mirando las calles desde la azotea, todo
es paz y tranquilidad alrededor, “la noche fue radiante y bulliciosa a pesar de
todo”, me respondo. Anoche desperté sobresaltado por cohetes y destellos de
bombardas en la calle y vecinos. No prendí la luz simplemente vi la hora eran las
00.2, la navidad había llegado. Me incomodé un poco por el ruido, pero luego
volví al sueño tranquilizador. Mientras eso ocurría noté el cambio drástico
que estaba sucediendo, pues era la primera noche de navidad, sin mi madre. Su
sonrisa, su presencia, la busqué y la encontré en mi interior, por eso qué
mejor que estar sin luz y sin ruido. Continué
tratando de dormir y mis recuerdos volvieron al empinado Chiquián, con mi madre
laboriosa e incansable preparando los manjares de navidad para sus hijos que
venían de sus estudios desde la capital de la república, manta al hombro,
porongos de leche en cada brazo. El desayuno estaría pronto: tortas hechas por
ella, manjar blanco, quesos, mantequilla y el chocolate, todo estaba programado.
Los hijos niños nos apresurábamos a ver los regalos que
mi padre junto a mi madre habían comprado -nunca los vi cuándo ni cómo, nosotros
dejábamos nuestro pedido en un papelito en la urnita. Allí estaban, la pelota,
los carritos, en seguida lo primero que hacíamos era salir a la calle y jugar con
los amiguitos vecinos.
De otro lado, mamá Luchi había preparado todo el año lo que deseaba
entregarle a su hijos, para la navidad, comida hecha con sus manos, el chicharrón
de los chanchitos que los alimentaba con la ayuda de desperdicios de las amigas
de mi madre (nos guardaban en valdes que nosotros diariamente pasábamos por sus
casas para retirarlos y llevar al corral donde se alimentaban); luego para que
sean fuertes, también, pasábamos por la
quesería del Sr. Meza, por suero, los llevábamos al corral para los chanchitos;
faltando un tiempo oportuno los cebaba,
con la cebada y maíz que en sacos la abuelita Anqui había traído desde Huayllacayán.
Después las navidades desde las alturas bajaron a la costa, mi madre había
llegado con su último vástago a la capital, tenía que velar por sus hijos que
estudiaban secundaria, las mayores se quedaron en Chiquián a trabajar, “los
que necesitan ayuda son ellos, así que voy allá”, fue su decisión.
La Lima, huraña, discriminadora del provinciano la recibió, gracias
que vino al hogar de su hermana menor, Sholly, ella había vivido en Chiquián y
seguro eso influyó para darle el cobijo indispensable que sin esa ayuda hubiera
sido imposible afincarse así tan repentinamente.
En el barrio de ingeniería en San Martín de Porras vivimos toda la vida, fue nuestro segundo hogar, después de Chiquián. Aquí de inmediato aprendió a proveerse de productos baratos para la comida, así que semanalmente tenía que ir hasta la parada, y volver con pesados bultos, de naranja, papa, cebolla, y otros, se bajaba en la av. Tupac Amaru, y desde ahí llevar los bultos a la casa. Siempre incansable.
Ahí estuvimos todo el año 1970 luego al inicio del siguiente
nos trasladamos a una casa alquilada cercana, mientras mi padre construía la
casita que hoy vivimos. No recuerdo navidades más que en la casa que vivo hoy,
donde mi madre cobijó finalmente. Las navidades eran especiales en esta casa de
Honorio delgado, pues mi padre había hecho en al patio interior una
construcción y mandado pintar un ambiente de Chiquián, como se veían desde el
mirador de Mishay: el valle de Aynín y la cordillera del Huayhuash con el
Yerupajá en el medio, mi casa era una réplica de aquel mirador, a la vez simulaba
la vista a los nevados que diariamente teníamos en los amaneceres, desde el
tercer piso de nuestra casita en Chiquián. Este mirador era un jardín donde se
armaba el nacimiento bajo el nevado, con flores naturales que la adornaban, y
aromatizaban. En esa casa llegaban por las vacaciones mi hermana desde Huaraz
con mis sobrinitos, ya Chole se había trasladado a trabajar a Lima y vivía en
el tercer piso. Mi padre muy alegre participaba de estas cenas bulliciosas.
Los hijos mientras trabajábamos solíamos ir a otras ciudades
sea dentro del Perú o al extranjero, desde allí volvíamos con recuerdos navideños,
que terminaban adornando los nacimientos. Los villancicos inundaban la casa, mi
madre tenía que llevar su niñito a la iglesia para recibir la bendición, era
muy guardado porque su hijo médico le había traído este niñito desde el norte
del país, cuando hizo su Secigra. Como la navidad sin niños es un jardín sin
flores, aquí los nietos le daban alegría a la casa, y mi madre y padre eran los
más felices.
Los champanes y brindis corrían a cuenta nuestra, los pocos
cohetecillos que solíamos comprar se terminaban pronto, no nos nacía comprar
cohetones ni nada muy ruidoso, les dábamos luces de bengala a los niñitos y
ellos corrían por toda la sala y patio, luego a cantar, bailar y cenar, mi
madre, padre y hermanas se sentían felices con la noche buena.
Mi noche buena del 2020 fue un encuentro enternecedor con mis
navidades al lado de mi madre, seguro que me acompañará siempre. Pero su presencia
me valió cerrar un año de tristeza generalizada, y me dio fuerzas de esperanza
y también de alegría que no la debemos perder. Hoy, la vida continuará y los
hogares donde mi madre dejó huellas, la recordarán de diferentes modos, pero en
cada uno de ellos permanecerá su sello de humildad y que con
esfuerzo se supera cualquier valla, pero lo más valioso es vivir buscando el
amor y la tranquilidad con nuestra conciencia sin arrogancia ni lujuria.
La Pluma del Viento
Lima, 25 de diciembre de 2020
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