EL FÚTBOL Y LA VIDA (Parte I)
Estoy frente al televisor viendo
las camisetas rojas y blancas, las caras pintadas de los hinchas en las calles
de Moscú o Lima, los sonidos de las sirenas, los canticos. Me doy cuenta que
también, conmigo suceden cosas especiales cuando se trata de los mundiales de
fútbol: hago lo imposible por cuadrar mis vacaciones, compro diarios deportivos
y álbumes, acopio vinos y cervezas, escribo pequeños comentarios en las redes
sociales. Este rito por el fútbol se inició en la niñez, se afianzó en la juventud como
adolescente en mi barrio, luego como estudiante universitario y lo continuo en
el trabajo. Está anclada en mi vida y forma parte de mi historia de
ayer y hoy.
1. El inicio
En el borde de la chacra sobre una
especie de gras llamado kikuyo, los niños de unos 5 a 7 años, jugábamos con
pelotas de plástico desinfladas, mientras las madres se esforzaban por ordeñar
las vaquitas. “Ya dejen entrar al siguiente becerrito, que no sea el , pinto”,
era la voz fuerte de las madres que hacía que detuviéramos el juego y
abriéramos la puerta para que ingresara el indicado animalito. Esta escena era
el cotidiano de los meses de enero a marzo, meses de vacaciones, en el bello
pueblo de Chiquián, tan conocido por sus riquísimos quesos y el inigualable
paisaje de nieves perpetuas de la cordillera del Huayhuash y su nevado insignia
el Yerupajá.
Pero no solo en las chacras
practicábamos deporte, también, lo hacíamos en una de las calles menos
empedradas de nuestro barrio. Allí a veces jugábamos fulbito de 3 a 3 o 5 a 5,
entre los niños de esa edad inicial, pero conforme avanzábamos la primaria, ya
jugábamos otros juegos como mata gente, bata, y salto alto, libre y a garrocha; estos saltos se facilitaban porque en esa calle, la temporada de lluvias había
dejado una arenilla que se convertía en una colchoneta muy apreciada para practicar
este deporte. Las pértigas eran delgados palos de eucalipto, difícilmente
hallados en los bosques, que algunos lo tenían muy bien preparados, sin peso,
muy rectos y resistentes, de unos 3 a 4 metros.
Recuerdo que me conseguí uno
que con él me hice imbatible en los sendos retos que hacíamos en la recordada
esquina del barrio de agocalle[1]. Con la primaria casi terminando y el inicio
en secundaria, los juegos de futbol, se trasladaron de la callecita hacia el
estadio de jircán, que era el lugar donde se jugaban los disputados partidos de
fútbol oficial del pueblo, sea cuando se enfrentaban el colegio secundario con
la escuela normal, o en los campeonatos por la fiesta patronal de agosto. Era
el campo oficial que se compartía por diversas edades, se jugaba a lo ancho,
una mitad para los mayores y la otra para los niños. En ese campo de cascajo,
piedras pequeñas y suelo duro, se jugaban los partidos, “ a lo macho”, tengo en
la mente el recuerdo vivo de aquel aguerrido jugador, apodado, el “mocho rayo”,
así le decían, tenía la pinta de un moreno de la victoria, o de un toro bravo
jirishanquino[2], era de aquellos que te podían arrancar la pierna con un
carretillazo.
En alguna de esas escenas corría
hacia la esquina donde se cambiaban la ropa e intercambiaban opiniones después
del primer tiempo, “me preguntaba cómo podía levantarse como si nada, después
de ese inmenso arrastrón”, allí estaba
él, sin ningún dolor ni titubeo, se le veían las piedritas adheridas a la piel,
el polvo cubría las heridas, deteniendo cualquier posible flujo de sangre, era
uno de los jugadores míticos del club sport Cahuide, club al que me ligué sin
saberlo, talvez por esa manera de jugar plena
de valentía y entrega. En nuestros partidos de Jircán que se realizaban
por las tardes casi interdiarias, en los primeros años poníamos piedras como
arcos, pero cuando crecimos llevamos palos y los plantábamos. En casa, mientras
llovía, aprovechaba para leer mis favoritos libros de El Tesoro de la Juventud,
o llenar mi álbum deportivo, que eran recortes del diario La Prensa, que mi
padre compraba, y los pegaba en cartulinas multicolores que los encuadernábamos
con pasadores hermosos, este álbum lo mantuve durante casi 30 años en casa
hasta que me fui fuera del país.
En una de esas semanas, el diario presentó una nota – entrevista al gran Héctor
Chumpitaz, crack de la U, de quién era seguidor, allí explicaba con detalle, la
forma cómo él pegaba los tiros libres, ya en esos tiempos por 1965, era de los
mejores de Perú. Entonces, hice el recorte correspondiente, y decidí
practicarlo. Aquella tarde, como siempre, estábamos jugando, y cuando ocurrió
una falta, el tiro libre me correspondía, se armó la barrera de niños, saqué de
mi bolsillo, el recorte del periódico, y seguí todas sus recomendaciones, “el
número de pasos frente a la bola, al ángulo de visión al arco, y el golpe con
el empeine en la parte media baja”, hice todo tal cual, y el resultado salió
tan bien que la bola se elevó lo conveniente y dio con toda la fuerza al
travesaño, que terminó partido y derribado el arco. Todo el equipo contrario se
quejó, y no aceptó el gol, uno porque tiró abajo el arco, y otro, porque no
valía usar recortes de periódico. Finalmente el partido continuó sin arcos y
sin contabilizar el golazo.
Continuará...…
Lima, 24 de Junio de 2018
[1] Agocalle, es la palabra quechua
que significa calle de agua. Esto, debido a que el agua descendía durante los
meses de lluvia, pero conforme se iba la lluvia, quedaban residuos de arenilla
que convertía a esa esquina en una campo de salto ideal.
[2] El toro bravo jirishanquino,
era uno de los toros traídos desde las faldas del nevado Jirishanca para las
corridas de las fiestas patronales de agosto
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